viernes, 12 de junio de 2009

Dos viejos que se amaban

María tomaba el té mientras se mecía en su silla, al final del día y casi de su vida, gozaba viendo las aves aunque ella habría preferido ver niños correteando por la terraza, pero jamás los tuvo y por lo mismo no podría esperar nietos, que por su edad le corresponderían; María pensaba prolijamente en el pasado, pero no se valía de él, mas se contentaba con el presente.

Cuando dejé de verla en aquella terraza sentí deseos de llorar su ausencia, pero María no lo habría sabido, aunque no sería esa mi intención. Me senté en su silla, casi pude percibir el calor de su corazón, algo caía por mis ojos ¿qué es esto? Una lágrima rayaba la seda gastada de mi cuerpo; entré en la casa. María tenía todo muy bien ordenado, era la casa de lo que pienso sería la abuela ideal: manteles tejidos por ella misma, las tazas de loza para servir el té, los enormes sillones, todo perfectamente estirado, en el patio las flores sonriéndole al Sol, hasta me sonrieron cuando me vieron entrar; me eché en la escalera viendo los suaves ases de luz que atravesaban las viejas cortinas, y otra vez advertí que la lentitud de una gota corría en mi agrietada piel ¿otra lágrima?...

Me enteré que María tuvo un amor hace muchos años, un hombre que la amaba como se merecía y que más aún vivía sólo por ella, pero una tarde el hombre no regresó. Le dijeron que se había golpeado la cabeza y que había perdido la memoria, que las posibilidades de recuperarla eran nulas. Aquella fue la brecha más grande en la vida de María, tener a su esposo pero a la vez no tenerlo, tenerlo y no, aun así nunca lo dejo de amar y él tampoco, a la falta del recuerdo el amor seguía espabilando en los ojos de su amado hombre y por eso ella siempre se veía feliz, aunque cargase con aquella tan grande herida, que en manos de otro habría sido fatal, ella no se cansaba de sonreír.

¿Cómo sé todo esto? Porque María siempre me sonreía cuando la miraba al pasar por la calle; porque ella se mecía mientras esperaba paciente a que caminase por ahí, como un reloj que siempre completa el mismo círculo; porque María me conocía y yo la amaba, la amaba sin saber por qué y quería abrazarla cada vez que nuestras miradas se cruzaban, pero mi cuerpo estaba viejo, al igual que mi corazón, que era feliz sólo con verla, con ver a María, la María que el mundo quiso que olvidara, mas mi alma nunca supo como hacerlo.

Si sientes miedo no enciendas la luz

Subí a mi habitación cuando el reloj ya casi marcaba las 2:30 a.m. No podía dormir, me dispuse entonces a tocar guitarra, hasta que una cuerda se cortó y me produjo una profunda yaga en la mano izquierda. Avancé hasta el baño para limpiarme la herida “si sientes miedo no enciendas la luz” la piel se me puso pálida y fría, no pude levantar la vista para verme en el espejo, ni siquiera pude moverme y la luz se apagó repentinamente “si sientes miedo no enciendas la luz”, ¡quién era!, ¡que hacía en mi casa! Miré el reloj en mi muñeca y justo al marcar las 3:00 a.m. las manillas comenzaron a girar violentamente. Bañado en lágrimas y sudor comencé a gritar “¡vete, vete por favor!, “si sientes miedo no enciendas la luz”. Giré rápido la perilla de la puerta y corrí por el pasillo que reflejaba un cuerpo al cual impacté bruscamente, y me encerré en mi habitación. Golpearon la puerta seis veces y ya no escuché más esa voz, ahora sólo eran sollozos eternos de bestias y demonios hambrientos que se contentaban con mis temores. Repentinamente el silencio inundó mis oídos y jamás me sentí más atrapado...la escalera rechinaba con furia y alguien corría en ella, de arriba a bajo sin cesar, gritando con demencia “¡si sientes miedo no enciendas la luz!, ¡si sientes miedo no enciendas la luz!” . Ya no había lugar en mi alma que no estuviese sedado por el pánico, así embriagado por el momento, sumido en mis pensamientos, una mano cubierta de peste y sangre se alzó por debajo de mi cama y me tomó los pies “¡si sientes miedo no enciendas la luz!”, haciendo caso omiso a su intrusión encendí la luz junto al escritorio y las paredes comenzaron a sangrar desmesuradamente y en ellas vi sombras que bailaban burlándose de mi carencia de valor; el armario entreabierto ocultaba una cara que me observaba sin detenerse sonriendo en forma burlesca. Abrí la puerta apenas aquella mano soltó mi pie y corrí por el pasillo encendiendo todas las luces que estaban a mi alcance y pude ver lo más horrible que alguna vez se posó sobre la tierra: demonios con el rostro destruido gritaban blasfemias con ira profunda, una mujer con el torso invertido yacía en una esquina de la escalera vomitando idiomas que no pude alcanzar a comprender, el espejo desató la imagen más cruda del infierno y en ella mi rostro se aparecía y desaparecía; mas lo que mayor temor desató en mí fue la figura que se asomaba en el entre techo, gimiendo a varias voces de ultratumba y con la mirada llena de fuego “si sientes miedo no enciendas la luz, si sientes miedo no enciendas la luz, ¡si sientes miedo no enciendas la luz!”.

Es una de las historias que arranqué de un libro y quise compartir con ustedes ¿quieren saber lo que decía al final? “Si de noche tu cabeza has de girar, procura hacerlo en silencio, sin mirar los pies de tu cama y, si en ella vez una silueta, guarda calma y, si sientes miedo, no enciendas la luz...”

Un efímero poema

Para todos solo hay una Luna, para todos solo hay un gran amor, para todos hay solo una estrella y, sin embargo, somos un individuo.

El eclipse azota la noche, se adueña de ella, de su penumbra. La muerte del crepúsculo hasta el inicio del alba, de un nuevo comienzo para mi espíritu y, siento miedo, temor de aquello que conozco tanto y a la vez me es tan extraño, como anhelado y aun así aborrecido, sin saber por qué, como negando parte de mí, de mi esencia.

En mi habitación todavía laten los sollozos de tu ausencia, repercuten en mi alma y, deseo estar junto a ti, adicto a ti. La espada y la cura. Es obvio que te extraño, todavía más que no te puedo olvidar; dame la vida o aduéñate de ella, toma mi muerte. No eres mi Lázaro. Ángel de alas rotas, vuelas encima, dentro de los recuerdos, presionando la voluntad y no dices nada. Eres silencio, infinito y eterno.

Autónomo por fuera, totalmente heterónomo por dentro, dependiente de ti y, sigues aquí, en cada letra, palabra o quien quiera, una frase cualquiera ¿amor? ¿Desamor? ¿Odio? ¿Alegría? tantos nombres que te definen a mi manera y ninguno es tuyo, ni uno solo. Te marchas, jamás te siento cerca. Voltea una vez, déjame tocar tu rostro, secar las lágrimas que en mi mente adorno para ti. El momento perfecto que nunca me has dado.

Y sonrío a la gente, en el espejo me sonrío, para enmarcarlo en un rostro que se pudre por dentro, como la rosa que ama al Sol y sucumbe ante su calor, a la falta de agua, como yo a la falta de ti, de tus fantasmas, ilusiones que ciertamente nunca me pertenecieron, creer que sí fue el veneno justamente bebido; sin querer engañándome, tomar tu cariño y hacerlo mío, falsamente, me hirió sin cura alguna.

Maté los sueños, en este mi efímero poema, con sabor a ti, escrito con mi sangre, manchado con mis lágrimas, firmado con un: te amo.